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Introducción
Las novelas de Hugo Wast, Juana Tabor y 666 aparecieron en
1942; de modo que puedo creer que fueron escritas, muy probablemente, hacia
1941.
No se trata de una obra de exégesis bíblica, la que tiene
una riquísima tradición desde los Padres Apostólicos hasta hoy y ha producido
una bibliografía inmensa; menos todavía, de un tratado sobre los Novísimos.
Nadie lo sabía mejor que el propio autor, que solamente
pretendió escribir dos novelas (o una en dos tomos); y su obra se acerca así a
la de Robert Benson, El amo del mundo (principios del siglo XX), hasta cierto
punto al breve Relato sobre el Anticristo, de Vladimir Soloviev publicado en
1900; también podría recordar pasajes inolvidables de Los hermanos Karamazov,
de Dostoievski (1879).
Nuestro Hugo Wast escribió una gran novela; pero no era
posible ni siquiera pensable sin el conocimiento y la reflexión sostenida de
las fuentes escriturísticas y un minimun suficiente de formación teológica. Por
eso, sin sacar su obra del escenario “artístico”, como diría Castellani, merece
una exposición de las líneas doctrinales esenciales que el relato supone, y una
consideración crítica que tendrá en cuenta el aporte, el valor y la actualidad
de su obra sobre el fin de los tiempos.
Martínez Zubiría pensó su novela cuando el mundo se hundía
en la inmensa tragedia de la Segunda Guerra Mundial; España acababa de salir de
la guerra civil y el triunfo del Alzamiento había impedido que la Península
fuese la más decisiva avanzada del imperio soviético sobre Europa y la misma
Iberoamérica. Las perspectivas para el mundo eran, sin embargo, muy oscuras. En
la Argentina, un Presidente enfermo se mantenía a duras penas hasta que en
junio de 1942 presentó su renuncia y murió poco después. El presidente Ortiz
fue sucedido por el Vicepresidente Ramón S. Castillo. Hugo Wast veía circular
sus novelas por todo el mundo; junto con Manuel Gálvez era quizá uno de los
escritores más leídos de la lengua castellana.
No sólo su vocación literaria, sino algún motivo muy
profundo, lo movió a escribir sus dos novelas sobre el fin de la historia. Su
contenido doctrinal es lo que me propongo analizar y valorar.
El contenido doctrinal
a) Los signos del fin
Hugo Wast se vale de dos recursos novelísticos para exponer
y penetrar el sentido de los “signos” que preanuncian el fin de los tiempos: la
decadencia de una antigua orden religiosa en la cual aún vive santamente fray
Plácido de la Virgen, que es como la voz y el centro de referencia; y las tres
visiones que el fraile tuvo del gran apóstata Voltaire: una sobre los “signos”,
otra sobre el Anticristo y la última sobre la misma Parusía.
A diferencia de Benson, que construye su novela suponiendo
la revelación pero sin referencia directa a los textos, Hugo Wast siempre se
muestra adherido a las Escrituras.
El “enfriamiento religioso, que precederá al fin de los
tiempos” (J.T., 12) se manifiesta en la decadencia de la orden de los
“gregorianos” en cuyo seno aparece un brillante sacerdote, fray Simón de
Samaría que no escucha los alarmados consejos de fray Plácido de cuidarse del
orgullo secreto y renunciar a los gustos espirituales; pero en fray Simón
tambalea la obediencia y la adhesión total al Papa, la renuncia a la propia
voluntad y a la oración litúrgica (J.T., 15-19).
Fray Plácido tiene presente el anuncio del Señor de que
vendrán muchos “falsos Cristos” que serán la gran tentación de los elegidos (Mt
24, Mr 13, Lc 21).
Sin embargo fray Simón, simultáneamente con su vocación
sacerdotal, ha comenzado a soñar con una “Iglesia del Porvenir” (J.T., 19). Su
nombre no es gratuito porque Hugo Wast debe haber tenido presente cierta
simbología de Samaría, ciudad fundada por los israelitas y ocupada por los
asirios hacia 721 aC, después por Alejandro y más tarde por los romanos.
Narra nuestro autor el diálogo terrible entre fray Plácido y
Voltaire, que es como una voz que anuncia lo que está por venir, a la vez que
confiesa su obstinación en el mal: “yo cogí la sentencia, gime Voltaire, que Él
no quería firmar, y yo fui mi propio juez” pues “ninguna condenación lleva la
firma del Cordero” (J.T., 26).
Fray Plácido sospecha que ha saltado ya el sexto sello y que
“las estrellas del cielo cayeron a la tierra” (Ap 6, 12 y 13) (alusión a los
apóstatas); esto ocurrirá cuando haya venido el Anticristo, que Voltaire
anuncia como el vencedor del Infame y de sus santos (J. T., 27), porque le será
permitido “hacer guerras a los santos y vencerlos” (Ap. 13, 7).
Alude a la Bestia del mar, el Anticristo, “con diez cuernos
y siete cabezas, y en sus cuernos diez diademas, y en sus cabezas “nombres de
blasfemia” (Ap 13, 1).
En la novela de Hugo Wast reaparece la antigua cuestión de
si el Anticristo será un ser colectivo o personal; el novelista, correctamente,
sostiene que será una persona singular (“el hombre de pecado”) que arrastrará
consigo una multitud.
Alude también a la Bestia de la tierra que “tenía dos
cuernos como un cordero, pero hablaba como dragón” (Ap13, 11): es decir hablaba
como Satán; es, por eso, el falso profeta (II Tes, 2, 9 ss) que hará adorar a
la Bestia primera y que, en la novela, es Simón de Samaría.
Pasaron diez años. Mientras la Iglesia Católica, aislada,
mantiene el latín, todo el mundo habla el esperanto y se unifica la moneda.
Proféticamente, Hugo Wast imagina un mundo en el cual la natalidad decrece
(J.T., 34-35) y la secularización llega a la abolición del calendario
gregoriano.
Fray Plácido sueña aquel sueño de Daniel, el de las cuatro
bestias surgidas del Mar (el mundo gentil): león, oso, leopardo y una cuarta
“espantosa y terrible” con dientes de hierro, diez cuernos y uno pequeño con
ojos como de hombre “y una boca que profería cosas horribles” (Dan 7, 1-8).
Se produce aquí la segunda aparición de Voltaire en cuya
boca pone el autor la interpretación. Sin detenerme en una exégesis intrincada,
difícil y frecuentemente hipotética, la cuarta bestia es para muchos, figura
del Anticristo; mientras para los antiguos exégetas, los cuatro imperios tienen
un sentido histórico, en la novela lo tienen espiritual y representarían la
masonería, Escandinavia e Inglaterra, el judaísmo carnalizado y el Anticristo
(J.T., 41).
El hombre de pecado tendrá como maestro al diablo; pero es
libre, “podría hacer el bien si quisiera” y salvarse; el sentido del sueño de
Daniel no sería el de cuatro naciones sino cuatro doctrinas que se aliarán al
fin de los tiempos y culminarán en el satanismo (J. T., 44).
El novelista puede dar libertad a su imaginación para
“construir” una trama, cosa que no puede hacer el exégeta. Pero el novelista no
puede permitirse una “construcción” fantástica en pugna con el texto revelado y
la exégesis más seria. Hugo Wast no cae en esta falta. Imagina el origen y la
genealogía del Anticristo en Ciro Dan que llegará a ser una suerte de emperador
del mundo (J.T., 55-73); imagina también que es descendiente de un tal Naboth
Dan. Y puede hacerlo por referencia a la pequeña tribu israelita de Dan, pues
este Dan es hijo de Jacob y de su sierva Bilhá (Gn 30, 5-6)). Lo cierto es que
Ciro Dan adviene bajo el Signo de Satanás en Roma (es el “hijo” del “padre”)
señalado por su “profetiza” y reconocido como el Mesías por los judíos
carnalizados (J.T., 59-65).
Hugo Wast identifica a la “profetiza” con Jezabel, nombrada
en la cuarta carta a las Iglesias (la de Tiatira) del Apocalipsis y es la que
“dice ser profetiza … y engaña a mis siervos” dice el ángel (Ap 2, 20); esta
utilización simbólica de su nombre (falsa profetiza) tiene antecedentes en
Izébel, esposa del rey Ajab (I Reg 16, 31) que propugnaba el culto idolátrico a
Baal; es un espíritu perverso y engañador que, en la novela, invita a Ciro Dan
a adorar a Satanás (la Serpiente antigua) y a venir al mundo “en su propio
nombre” (J.T., 65).
El lector adivina que esta Izébel es Juana Tabor que es
vehículo, gracias al robo de una Hostia consagrada por el Papa, de una
ceremonia satánica (J.T., 68-73).
El nombre de Juana Tabor, invento del novelista, parece, sin
embargo, hacer referencia al monte Santo, al sudeste de Nazaret, donde se
transfiguró el Señor (Mt 17, 1-9) pero tomado en un sentido invertido. Ella
seduce a fray Simón de Samaría en medio de un mundo totalmente secularizado en
el que los sexos se confunden, la rebeldía es la norma, la comunicación
(empírica) es instantánea y la inmortalidad es reemplazada por un
“congelamiento” que prolonga la vida (J.T., 77-102).
Hugo Wast imaginaba todo esto en 1941 y hoy podemos decir
que el novelista era un buen “profeta”.
La Iglesia “del porvenir” con la que sueña fray Simón es una
Iglesia sincretista en la que “caben todos” (J.T., 105-112); así se va
perfilando poco a poco la imagen de un gran apóstata, el “falso profeta del
Anticristo” tentado por medio de Jesabel (J.T., 117) y anunciado quizá por la
trompeta del tercer ángel: “Y se precipitó del cielo una grande estrella” (Ap
8, 10) llamada Ajenjo que es nombre de amargura.
La narración insiste en la agonía simultánea de la vida
religiosa y de la contemplación; luego se detiene en un diálogo entre fray
Plácido, que representa la fidelidad a Cristo, y Fray Simón, el apóstata, a
quien Jesabel le anuncia que será el próximo Papa.
Simón predice cómo ha de ser la Iglesia del porvenir: no es
el mundo el que ha de convertirse sino (como dicen hoy muchos progresistas) la
Iglesia al mundo; no debemos llamar a los no-cristianos a la conversión sino a
la inversa. Anticipándose a Rahner, hay que decir, por ejemplo, a los
musulmanes: “conservad vuestra fe en el Dios único” (J.T., 139); lo mismo a los
judíos confirmados en su error (J.T. 140).
Fray Simón ha de permanecer en la Iglesia Católica para
cambiarla desde su raíz: es un edificio demasiado estrecho para hacerle entrar
en él a la humanidad”; sólo desde dentro es posible realizar “la Iglesia
universal” del porvenir (J.T., 169) como hoy sueña el falso ecumenismo,
esencialmente opuesto a la ecumenicidad constitutiva del Cuerpo Místico.
Por boca de fray Plácido, el novelista recuerda el diario de
aquel apóstata ex-carmelita Jacinto Loyson que renegó de la Iglesia después del
Concilio Vaticano I (J.T., 144). Como dice fray Plácido, después de considerar
los altos “ideales” de los apóstatas y los vulgares pecados en que concluyen:
“casi todas las apostasías son aventuras vulgares, pero todos los apóstatas
creen que su caso es de enorme trascendencia para la Iglesia” (J.T., 144). El
último terminará sirviendo a la bestia que surge del abismo”, el anticristo (Ap
11, 7) y adorando al “gran dragón” llamado Satanás (Ap 12, 9).
Antes acontecerá la alianza de la Iglesia con la democracia
(J.T., 165); anticipa la actual herejía de “la Iglesia democrática” que
destruye su carácter jerárquico y concluye en la negación del primado de Pedro.
El novelista prevé un “nuevo Santo Imperio (cap. X) que nada
tiene de santo y sí un gran parecido con la “globalización” actual que anula
las Patrias singulares e instaura un totalitarismo planetario. En la novela, la
siete cabezas de la Bestia del mar simbolizan los sistemas filosóficos
inmanentistas que van preparando el “adviento” del anticristo (J.T., 185-6).
El capítulo XIII del Apocalipsis concluye con las
misteriosas palabras que aluden al número de su nombre con el que hay que
marcar a todos en la mano derecha o en la frente: “quien tiene entendimiento
calcule la cifra de la bestia. Porque es cifra de hombre: su cifra es seiscientos
sesenta y seis” (Ap 13, 18).
Las interpretaciones del simbolismo de este número son
múltiples y a veces inverosímiles. No creo necesario detenerme en este tema
salvo indicar como conjetura que la repetición del 6, que nunca llega a ser 7,
signo de la perfección, puede ser interpretado como signo de la imperfección y
de la indignidad mayor, de la maldad sin atenuantes. Quizá Hugo Wast así lo
haya pensado.
b) La iniquidad del pseudo Profeta, el Anticristo y el
demonio. El fin de los fines
descarga (5)
En 666, Hugo Wast pasa de los signos a los hechos. Nos
describe una sociedad totalmente secularizada (666, 191-203) en la cual fray
Plácido, que representa la fe católica sumida en las catacumbas, cree que cinco
de los siete ángeles del Apocalipsis han derramado sus copas sobre el mundo: el
primero sobre la tierra que produjo una úlcera horrible y maligna; el segundo
sobre el mar que se convirtió en sangre; el tercero en los ríos y en sus
fuentes, el cuarto sobre el sol que abrasó a los hombres, el quinto sobre el
trono de la Bestia que “se cubrió de tinieblas” (Ap 16, 1-10).
En el mundo unificado por el mar, la Argentina experimenta
la disolución de las fuerzas Armadas (666, 205), la descristianización y la
exaltación de Babilonia (666, 210; Salmo 138) mientras una suerte de “quinta
columna” de patriotas, desde el interior del país “han vivido organizándose a
ocultas del Gobierno, alentados por dos amores sublimes: la religión y la
patria” (666, 231). Ellos se harán cargo de la defensa de la Argentina invadida
por la Patagonia, por el norte y el noreste (666¸ 235-246).
Las copas sexta y séptima están por derramarse sobre el
mundo. El falso profeta fue a despedirse de su Obispo, Monseñor Bergman, antes
de partir a Roma: el Papa ha muerto y espera ser elegido Sumo Pontífice con el
nombre de Simón I. El Obispo todo lo espera de él porque fray Simón “es el
hombre de esta hora”, motor de la transformación democrática de la Iglesia
(666, 247).
El programa de la gran reforma es clara: 1. “Abolición del celibato
de los clérigos. 2. Supresión de las órdenes religiosas y de todos los votos;
3. Elección de los obispos por el clero y los fieles, y del Papa por los
cardenales y los obispos; 4. Uso del esperanto en vez del latín. Democratizada
así la jerarquía católica, la Iglesia será del pueblo y para el pueblo” (666,
248): tal como después lo han proclamado Metz, Sobrino, Gutiérrez, Segundo,
Cardenal, Boff, Cox, Altiser, Robinson y otros de por acá, la Iglesia se
reconciliará con el mundo (666, 259).
En la ficción de Hugo Wast, el nombre de Simón de Samaría
corre por el mundo en alas de la falsa noticia de que ha sido electo Papa el
que adoptó el nombre de Simón I; este pseudo pontífice, que no llega a ser
propiamente antipapa, es como el torrente cada vez mayor de la apostasía: “me
voy alejando –declara en su diario– de la Iglesia del Papa, en la misma medida
en que me acerco a la Iglesia de Dios” (666, 272); es una Iglesia (la del
pseudo profeta) que practica el falso ecumenismo (el irenismo de los últimos tiempos);
una Iglesia imaginada como tres círculos donde caben los cristianos, los
judíos, los musulmanes, los politeístas y los ateos (666, 273).
Es la Anti-Iglesia de los que dudan, de los que niegan; fray
Simón decide quedarse en la Iglesia para fundar la “Iglesia del Porvenir”; la
profetiza del Anticristo, aunque no esté bautizada, para fray Simón pertenece a
“una Iglesia Superior… a la libre Iglesia de Jehová” (666, p. 275) y el fraile
sueña con ella; ahora podrá unir “catolicismo y liberalismo” aunque tenga que
romper los límites visibles de la Iglesia (666, 276).
En los últimos capítulos de 666, Hugo Wast concede más
libertad a su fantasía de novelista sin contradecir su fuente de inspiración
que son las Escrituras. Un exégeta riguroso debe reconocer que esa libertad es
literariamente legítima y, dicho sea de paso, con frecuencia parece anticiparse
a los acontecimientos futuros.
Dejemos por ahora la palabra al novelista: Juana Tabor
recibe sacrílegamente la comunión y exhorta a fray Simón a no alejarse físicamente
de la Iglesia para reformarla desde dentro. Jesabel, en realidad, adora al
Padre de la mentira de quien ha aprendido la plena autosuficiencia (“ciencia
del bien y del mal”) que impulsa su deseo de “ser como Dios”. La “Iglesia” de
Jesabel es, en verdad, la “Sinagoga” de Satanás” anunciada por San Juan (Ap 2,
9). Hugo Wast pone en labios del fraile apóstata unos bellísimos versículos del
Cantar de los Cantares, pero invirtiendo su sentido: “Morena soy, pero hermosa,
/oh hijas de Jerusalén/ como las tiendas de Cedar,/ como los pabellones de
Salomón” (Cant 1, 4). La esposa morena es figura de la nación israelita
desposada por Yahvé; anticipo de la Iglesia. Nuestro novelista, con una suerte
de ironía teológica, la pone del revés (666, 296-7).
A medida que la narración se acerca al fin, parece cada vez
más dominada por la idea de sacrilegio. Después de la descripción del
Anticristo como el “el más hermoso y el más sabio de los hombres” que “remedará
a Cristo en los milagros” (666, 299) se prepara el ambiente y el escenario de
la Misa sacrílega y de la horrenda Comunión del Anticristo, que coincide con el
martirio de siete fieles. En el celebrante, como en Judas cuando comió de mano
del Señor, “entró en él Satanás” (Jn 13, 27); Ciro Dan bebió de la Sangre del
Cordero mezclada con la de su mártir. Y allí, en el estrado apareció “un dragón
color de sangre, con siete cabezas y diez cuernos, que hizo crujir el trono de
la derecha” (666, 331) (Ap. 12, 3).
Llegamos al final con la aparición de los Patriarcas Henoch
y Elías (los dos testigos) y la tercera visita de Voltaire. Aunque el novelista
no lo dice, sabemos que este Henoch es el séptimo descendiente de Set, Hijo de
Adán (Gn 5, 3-8) que vivió muchos años unido al Señor y Dios “se lo llevó” (Gn
5, 23-24); figura en la genealogía de Cristo según san Lucas (Lc 3, 37). En
cuanto a Elías, su nombre significa “Yahvé es mi Dios”; fue fidelísimo defensor
de Yahvé bajo el rey Ajab y Jezabel su mujer (I Rey 20, i-43) que imponían la
adoración de Baal, el “Señor de las moscas”, tal vez Beelzebub. Sabemos de sus
milagros y de su desaparición “arrebatado en un torbellino de fuego sobre una
carroza tirada de caballos de fuego” (Ecclo, 48, 9; I Mac 2, 58; Re II, 1) y
que fue testigo junto con Moisés de la transfiguración del Señor (Mt 17, 3; Lc
9, 30).
En cuanto a la tercera aparición de Voltaire, éste confirma
a fray Plácido que el Anticristo reina y ya ha saltado el sexto sello que
produce un gran terremoto (Ap 6, 12) que en la imaginación de Hugo Wast
significa que la tierra ha dejado de rotar alrededor de su eje (666, 346).
Se ha producido el gran Sacrilegio, la comunión del
Anticristo. Cuando el ángel abrió el séptimo sello, “se hizo en el Cielo un
silencio como de media hora” (Ap 8, 1). Ya no hay más tiempo (Ap 10, 6), Cristo
vuelve, la historia termina. Se escuchó el anuncio del séptimo Ángel: “El
imperio del mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Cristo; y Él reinará por los
siglos de los siglos” (Ap 11, 15).
Valoración crítica
a) El trasfondo doctrinal sobre el fin de la historia
En su tercera y última aparición, Voltaire anuncia que el
Hijo del Hombre con su aliento matará al Anticristo … Y no habrá más tiempo:
“aparecerá … el Infame, y todos vosotros, los que por vuestra dicha habréis
perseverado” irán al encuentro de Cristo (666, 351)
Dijo el Ángel: “no habrá más tiempo” (Ap 10, 6).
Ontológicamente el tiempo supone la duración sucesiva. Esto es evidente a la
inteligencia con la primera prae(s)entia del ser que es lo participado en todo
ente; en cuanto participado, el acto de ser es causado (puro don): causado
ex-nihilo (creado); por eso es acto presente, no pasado (ya no es) ni futuro
(aún no es) sino presente y, por tanto, temporalidad histórica.
En tal caso el tiempo implica la creación como punto de
partida y el fin absoluto como punto de llegada; si así no fuera habría que
sostener un tiempo sin comienzo ni fin (un sinsentido) o regresar al eterno
retorno de los antiguos que se identifica con la necesidad; luego antes de la
creación sólo hay eternidad y después del tiempo sólo eternidad; por tanto el
tiempo histórico, presente del pasado-presente del presente-presente del
futuro, se contiene en el ámbito de la eternidad y la historia se orienta a su
fin en el cual deja de existir como historia. Ontológicamente comprendemos que
en el último instante “no habrá más tiempo”; es decir, no habrá más historia.
Teológicamente significa que el tiempo histórico es
escatológico de suyo y que el Apocalipsis es la revelación de cómo será el fin
en cuanto acto único, indivisible y último, precedido por los acontecimientos
descritos por San Juan que sirven de inspiración a Hugo Wast.
Toda la filosofía moderna usufructúa de la noción de tiempo
histórico revelado en las Escrituras y nos la secuestra y seculariza, poniendo
el fin inmanente a la historia: el progreso de la razón en la Ilustración, el
progreso hacia la educación de la totalidad en Herder; el ideal de la especie y
el Estado cosmopolita universal en Kant; el Estado como auto-despliegue del
Espíritu Objetivo en Hegel; la sociedad homogénea en el materialismo
dialéctico; la aldea global democrática en el capitalismo pragmatista actual,
la Nada de nada en el nihilismo contemporáneo …
Pero la contradicción es insuperable: si se pone el fin de
la historia en la historia, alcanzar el fin sería la detención del tiempo y por
tanto la nadificación de la historia; si para evitarlo, se postula la
indefinida prolongación del tiempo, el fin no sólo se alejaría siempre sino que
la historia carecería de sentido.
Las novelas que tienen como tema el fin de los tiempos, como
las de Benson y Hugo Wast, suponen, no sólo que el tiempo histórico termina
sino que el fin supra-histórico es inminente. Cuando el Redentor, en la Cruz,
exclamó “todo está cumplido (Jn 19, 30) quiso decir que el plan salvífico de
Dios se había consumado; en ese instante comenzaron los últimos tiempos, la
última edad de la historia tensa hacia el fin inminente; el fin ingresa en la
zona del misterio que sólo podemos conocer por la profecía; el lumenpropheticum
alcanza a todas las cosas, a todos los actos humanos y el único conocimiento
posible del fin, acto singular contingente anticipado en forma de audiciones y
visiones.
Así acontece en San Juan, en quien hay primero una visión
que prepara una audición y el todo revela la entrada de la historia en la
eternidad: “no habrá más tiempo”. Aunque se realice por medio de un profeta
humano, la profecía es del mismo Jesucristo (Apocalipsis Iesu Christi, 1, 1).
Cuando un novelista como Hugo Wast se inspira en estos
textos sagrados, sabe –o al menos intuye– que San Juan y los autores del
Apocalipsis sinóptico ven no con los ojos de la carne sino con los ojos del
hombre interior para los cuales un acto es figura de otro (sentido espiritual
fundado en el literal) y también sabe que las mismas cosas (typos) son
dispuestas como figuras de otras (antitypos).
A su vez, mientras en el Antiguo Testamento la predicción
del fin debe mantenerse en secreto (“sella el libro hasta el tiempo prefijado”
(Dan, 12, 24) en el Nuevo se le dice a San Juan: “no selles las palabras de la
profecía de este libro, porque el tiempo está próximo” (Ap 22, 10). La Parusía
es, pues, para nosotros, siempre inminente.
Sabemos que la historia, en virtud del pecado, es la tensión
misteriosa de las dos Ciudades (civitas Dei-civitas mundi) hasta el instante de
la Parusía; por tanto la negatividad de la historia tiene su propia plenitud
intra-temporal en un estado de iniquidad, en la hora de la tribulación magna
(Mt 24, 21); semejante “plenitud” del mal debe ser precedido por la apostasía
hasta que se haga manifiesto el “hombre de iniquidad” (II Tes 2, 3).
Paso por alto los antecedentes véterotestamentarios (Ez 38 y
39; Joel 2, 28-32; Zac 14, 1; Dan 7, 4-8) que Hugo Wast sí tuvo en cuenta en su
novela, y con los textos del Nuevo, podemos decir que es un hombre, enemigo
personal de Cristo (II Tes 2, 1-12) cuya aparición es obra de Satanás: un
individuo singular y, simultáneamente, un pueblo que le sigue.
En cuanto ungido del demonio, es parodia de la relación del
Padre y del Hijo, mediador del diablo. A su vez, con la aparición de la segunda
Bestia, la imitación de la Trinidad se completa porque su padre es Satanás (el
Dragón), el Anticristo es el Hijo y el Impostor o pseudo profeta es grosero
sustituto del Espíritu: Dragón-Bestia-Impostor, contra-Trinidad diabólica.
Estos elementos esenciales son el trasfondo o la estructura
que sostiene la creación literaria. Claro es que después de la derrota de la
bestia y del falso profeta (Ap 19, 19-21) llegará el fin y estaremos en el
Instante: las dos ciudades (trigo y cizaña) serán separadas y el Reino
alcanzará su plenitud (Ap 22, 3-5).
Nada más podemos decir: “no habrá más tiempo”. Toda la
historia espera ese Instante sin poder saber más: “lo que toca a aquel día y
hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre
(Mt 24, 36).
b) Valor y actualidad del mensaje de Hugo Wast
Para crear su novela, Hugo Wast supone y piensa las
“señales” o signos que anuncian el fin. Me parece que el más importante de
ellos –desde las primeras páginas de Juana Tabor– es la apostasía general: “el
Hijo del hombre, cuando vuelva, ¿hallará por ventura la fe sobre la tierra?”
(Lc 18, 8).
¿Qué ha ocurrido en el hombre que le ha llevado a la
progresiva apostasía de la fe? Los errores teológicos y la reconciliación
diabólica con el mundo que Hugo Wast enumera en 666 (pág. 247-259), han sido precedidos
por la corrupción progresiva de la verdad natural y las falsas doctrinas que
señala en Juana Tabor (p. 40-41). La corrupción de la fe corrompe la naturaleza
y la corrupción de la naturaleza vacía la fe.
El proceso ha comenzado afirmando que sólo es posible
conocer el singular sensible (indistinción de sensación y pensamiento) y lo
dado es sólo un haz de fenómenos (nominalismo medieval) de modo que la
experiencia sensible es el único criterio; la realidad es sólo “hechos
atómicos” y no es posible ninguna proposición con contenido de verdad objetiva
(de Occam a Witgenstein y positivistas actuales). El pensar ha perdido su
objeto y la fe (cuando aún la hay) es un acto irracional. En cuanto este
proceso prescinde de lo real, la razón “pone” lo real como idéntico a Sí misma
y, como acontece en Hegel, la razón se alcanza a sí misma en el saber absoluto
que “explica” (y anula) el misterio. La fe no tiene sentido y Dios mismo, como
dice Hegel, “ha comenzado a morir”; hoy, el que debe morir es el hombre (Foucault);
es quizá más lógico concluir que este mundo racional se convierte con la
materia (desde el Iluminismo al marxismo y desde éste al pragmatismo); pero
como ni la experiencia sensible, ni la razón, ni la materia pueden fundarse a
sí mismas, no nos queda sino aceptar que “el ser del ser es la nada”
(Heidegger): nada al principio y nada al fin. El inmanentismo filosófico
natural concluye en el nihilismo y relativismo actuales que niegan hasta la
posibilidad de la revelación y de la fe.
He ido mucho más lejos que el novelista que escribía en
1941. Pero Hugo Wast no erraba cuando enumeraba las doctrinas que conducen a la
concepción del hombre como el “único absoluto para el hombre” (Marx); en
lenguaje teológico equivale a “ser como Dios”. Por eso creo que acertaba cuando
hace más de setenta años Hugo Wast hacía culminar el proceso de las falsas
doctrinas en la masonería y el liberalismo, que son como la quintaesencia de
este proceso negativo y vías de acceso del satanismo como rechazo pleno de
Dios.
Teológicamente, el proceso de la apostasía es más radical:
aceptado lo real como puro dinamismo sin sustancia, se postula la inmanencia,
la “evolución” de los dogmas de la teología progresista de fines del siglo XIX
y la corrupción de la doctrina del Cuerpo Místico, ahora mera “congregación” de
fieles. El lenguaje teológico se hace sólo simbólico sin cosa (o misterio)
simbolizada.
En cuanto no existe criterio de verdad sino sólo la razón
(trascendental) la Iglesia se abre al mundo (Rahner) o, más radicalmente, se convierte
con el mundo (Metz). Para que el mensaje cristiano sea recibido, es menester
aceptar el mundo como es, alcanzando el cristiano su “madurez” (Bonhoeffer) y
el simbolismo sin ser se hace más radical.
A su vez, si el inmanentismo alcanza su plenitud en la
dialéctica hegeliana, el misterio es reemplazado por el Espíritu absoluto
(Barth) y la esperanza teologal es sólo el fin intra-mundano de la dialéctica
(Bloch). Por eso, hace tiempo que Dios, el Dios viviente de la Revelación, ha
muerto (Nietzsche) y sólo cabe una suerte de “ateísmo cristiano” (Altiser).
Reducido el Cristianismo a la mundanidad del mundo, la crítica del texto
sagrado debe distinguir lo dicho del mito (“desmitologización”) reduciendo lo
revelado a lo que los apóstoles creyeron, no a su verdad objetiva (Bultmann).
Más aún: si en Hegel y Marx, lo real (y lo único real es el hombre en sociedad)
es contradicción dialéctica de dominadores y sometidos, es menester “una nueva
forma de hacer teología” (Gutiérrez) como “teología” de la liberación
intramundana. Y como, por un lado, el lenguaje es una crítica sin contenido
(van Buren) y, por otro, la Iglesia se identifica con el mundo (Cox) hay que
eliminar la palabra “Dios” e identificar el Reino con el mundo en cuanto tal.
También aquí el misterio de iniquidad ha logrado cierta plenitud.
¿Cuáles son las consecuencias del inmanentismo filosófico y
teológico? Estas consecuencias fueron detectadas, como adivinadas, en las
novelas de Hugo Wast.
Me limitaré a enumerarlas teniendo a la vista un texto (no
el único) de 666: la primera es la apostasía más radical y la transformación de
la Iglesia en sentido “democrático”: no es el corpus Mysticum sino una
congregación democrática. Si no hay misterio ¿qué sentido tiene el celibato
eclesiástico como participación en Cristo sacerdote? Cae el primado de Pedro y
la sucesión apostólica y, como dice Hugo Wast, ahora hay que reconciliar a la
Iglesia con el mundo (666, 259) que es su enemigo mortal. Por tanto, si no
existe verdad objetiva (relativismo contradictoriamente “absoluto”) todas las
religiones son válidas y debemos aceptar un pseudo ecumenismo que es, en
realidad, un falso sincretismo (J.T., 86 ss; 666, 272-264) y, en el fondo, la
negación de la Redención del hombre.
Creo que cuanto he dicho hasta aquí está contenido explícita
o implícitamente en la novela de Martínez Zubiría, un enamorado de las
Escrituras.
Antes de concluir debo señalar dos temas menos seguros y
dejo para el final dos aciertos fundamentales.
Hugo Wast sigue una larga tradición al identificar la
perversa Babilonia con Roma caída en la infidelidad; además dice que Roma será
destruida (666, 340), que el Señor elegirá nuevamente a Jerusalén (ib, 347,
352). A pesar de la venerable tradición que avala su interpretación, siempre he
creído que Babilonia simboliza cierta “plenitud” de la civitas mundi y la
disminución de la fe y de la caridad hasta el mínimo. San Agustín dice que esta
ciudad se llama místicamente Babilonia, es decir, Confusión; su rey es el
demonio a quien están esclavizados los hombres por su impiedad (De Civ.Dei,
XVIII, 41, 2).
Otro tema de no fácil interpretación es el momento de la
conversión de los judíos. No se trata de las conversiones individuales, de las
que tenemos tan hermosos ejemplos, sino de la vuelta de Israel como un todo.
San Pablo así lo profetiza, pues el endurecimiento ha venido sobre una parte de
Israel hasta que la plenitud de los gentiles haya entrado y de esa manera todo
Israel será salvo (Rom 11, 25); aunque sean ahora enemigos del Evangelio, son
amados por Dios a causa de sus padres con amor de elección irrevocable; en los
últimos tiempos, cuando se haya enfriado la fe hasta la apostasía en los que
fuimos gentiles por nuestro origen, habrá llegado el momento de esa Alianza
última y Nueva, definitiva: “Tendré misericordia de sus iniquidades y de sus
pecados no me acordaré más” (Heb 8, 12). ¿Cuándo ocurrirá esto? No lo sabemos.
Algunos conjeturan que después del reinado del Anticristo, porque lo recibirán
como al Mesías; otros conjeturaron que será antes. Pero, en realidad, no lo
sabemos.
Tampoco sabemos con seguridad el significado del famoso
texto del capítulo XX del Apocalipsis sobre el que se funda la siguiente frase
de 666: “Se anuncia el día de la ira, en que el mundo será reducido a pavesas.
Pero antes sobrevendrá un período larguísimo, miles de años. Tal vez miríadas
de siglos, en los que el diablo permanecerá encadenado para que no tiente a los
hombres, y reinará Cristo sobre la humanidad santificada y dichosa” (666, 338).
Algunos pueden haber pensado que Hugo Wast era milenarista en sentido material.
No lo creo: el pasaje no es textual sino una glosa imprecisa.
Yo tampoco tengo por qué ocuparme extensamente del capítulo
20. Sólo indicaré las grandes líneas. Se ha interpretado que existirán dos
resurrecciones: una primera, de los mártires y santos (Ap 20. 5) y otra
universal, de buenos y malos en el Juicio. Pero esa afirmación es muy dudosa
pues espiritualmente se entiende la resurrección por el Bautismo, la misma vida
de la gracia. No sabemos entonces si habrá una resurrección de los justos antes
de la resurrección general. En cuanto al milenio, podría ser interpretado como
un reinado terrenal de Cristo con los justos, tesis que ha sido rechazada por
la Iglesia; pero si se tiene en cuenta que “mil años” significa largo tiempo,
las innumerables interpretaciones son sólo conjeturales y frecuentemente
erróneas. No podemos interpretar el texto citado de Hugo Wast en el sentido del
milenarismo literal o material. Digamos más bien que lo único seguro es que
nada sabemos de seguro.
En la novela de Hugo Wast hay, en cambio, dos aciertos
fundamentales: los últimos tiempos aparecen signados por la destrucción del
hombre y por la exaltación del sacrilegio.
La destrucción del hombre es ya anunciada por el novelista
cuando narra cómo la apostasía es acompañada por el decrecimiento de la
natalidad (J.T., 34 y 35). Recordemos que esas novelas fueron escritas en 1941;
el autor sabía que el gran enemigo del hombre es el dragón rojo, la antigua
serpiente que odia al Verbo Encarnado en cada hombre porque cada hombre es
imagen Suya. En cierto modo mata a Cristo al matar al hombre. El decrecimiento
artificial de la natalidad va a concluir en el aborto y, junto con él, en la
progresiva eliminación de los signos cristianos, como hoy sabemos que está
ocurriendo en España, Italia, Francia.
En 1941 Hugo Wast imaginaba la abolición del calendario
gregoriano (J.T. 37 y ss) y la misma cultura como cultura hasta el extremo que,
en el mundo de su novela, los hombres han olvidado leer, mientras la técnica
inventa el medio de prolongar la vida temporalmente ya que no existe la
inmortalidad. Como ha dicho Foucault en nuestros días, ahora es el hombre el
que tiene que morir puesto que Dios ha muerto.
El fin de la historia culmina con un gran sacrilegio. En la
novela son sacrílegas las misas de fray Simón, la comunión de Juana Tabor, la
comunión del Anticristo con Satanás presente (666, 321-322). El autor sabe que
Satanás es el gran Sacrílego. Recordemos ante todo, el sentido del sacrilegio:
en nuestro lenguaje común, llamamos sacrilegio la profanación de una cosa, de
un lugar o de una persona sagrados.
El inmanentismo moderno y la teología sin Dios,
paradójicamente, absolutizan y al mismo tiempo destruyen al hombre; para el
demonio es la profanación del mismo Verbo que ha asumido la naturaleza humana
y, por eso es sacrilegio.
Satán es sacrílego desde el principio y odió al hombre desde
el principio: “por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo”(Sab., II,
24). Se podría decir (aunque de modo impropio) que Satanás es el sacrílego
imparticipado y que todo sacrilegio lo es por modo de participación con el
sacrilegio del demonio.
El primer sacrilegio es el acto primero de idolatría como
sustitución de las tres Personas divinas por la auto-adoración del demonio,
padre de toda idolatría.
Hoy, las “normas” inicuas del divorcio, del aborto y el
pseudo matrimonio de homosexuales son actos patentes de obstinado sacrilegio.
Hugo Wast lo había adivinado en 1941.
El demonio tiene urgencia porque sabe que en el instante de
la muerte del Cordero en la Cruz (el nuevo árbol de la vida) ya ha sido
vencido.
A nosotros nos corresponde, como a Hugo Wast, el testimonio
y, como a San Juan, esperar clamando: ¡Ven, Señor Jesús!
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